María García analiza el control judicial de las inmunidades del Poder.
“Cuando el menor de los hijos ha aprendido a no revolver la casa, llega el mayor de los nietos a llenarla de desorden”. Esta frase, atribuida al parlamentario John Morely, nos sirve como metáfora para dedicar una breve reflexión a los principios y valores que existen detrás de nuestro ordenamiento jurídico.
En los últimos años, han sido números los casos (IBI, Plusvalía Municipal, Hipotecas, etc.) que han puesto en tela de juicio las decisiones de nuestros tribunales ante resoluciones que afectaban directa o indirectamente al ejercicio ejecutivo de la administración. Ante esta situación, deberíamos pararnos un momento y preguntarnos ¿Cuáles son los límites del poder judicial frente a la administración? ¿Qué legitima a los administrados a luchar en defensa de la nulidad de los actos de la Administración Pública? ¿Cuál es la frontera que separa la ley y la justicia? ¿Son legítimos los conocidos como “decretazos” dictados por el poder ejecutivo? ¿Puede acaso una decisión de nuestro Tribunal Supremo cambiar la ley? Todas estas preguntas, de complejas respuestas, nos invitan a pensar, ¿es el administrado la mano invisible que une los poderes de nuestro Estado de Derecho? ¿Y si la actualidad jurídica que estamos viviendo es la respuesta al cada vez menos efectivo ejercicio de la división de poderes?
Para dar sentido y compresión a lo que está ocurriendo ante estas polémicas decisiones de nuestros tribunales, debemos comprender cómo han de jugar e interactuar el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial; entendiendo así, el origen mismo de nuestro Derecho Administrativo. Fue en 1962, cuando el catedrático don Eduardo García de Enterría, pronunciando el discurso de graduación a sus alumnos, les prevenía frente a las inmunidades del poder de la Administración Pública. Y es que, hablar de Derecho Administrativo, es comprender la lucha contra los actos que escapaban al control de nuestros tribunales: el poder discrecional y la potestad normativa.
La potestad discrecional era concebida, en palabras de Hans Huber, como el “caballo de Troya del Estado de Derecho”. Así la discrecionalidad de la Administración Pública no es otra cosa que la potestad de la Administración de poder elegir con libertad entre varias alternativas, todas ellas igualmente justas y, precisamente por ello, infiscalizables por nuestros tribunales. Ciertamente, la palabra discrecionalidad, así definida, puede sonar como algo realmente terrible. Pero igualmente cierto es que, a día de hoy, gracias a la labor realizada durante años por la doctrina y nuestros tribunales, el concepto de discrecionalidad administrativa está alejado de cualquier noción de mal insalvable.
Precisamente, aunque frente a un acto administrativo discrecional el Juez no pueda entrar a valorar el fondo del mismo, sí puede y debe controlar que han sido respetados todos sus elementos reglados, que no son otros que: la existencia de una potestad de cuyo ejercicio dimana el acto, el alcance del mismo y la competencia de quien lo ha dictado. Complementando los anteriores elementos reglados, no podemos olvidar que el fin último de todo acto administrativo no puede ni debe ser otro que la utilidad pública o interés general, piedra angular de cualquiera de sus actuaciones. Llegado a este punto, el control de la actuación administrativa está garantizado a través de la figura de la desviación de poder.
Todos estos elementos (reglados) sirven para que el hermano menor, nuestra justicia, tenga criterios suficientes para hacer responder al hermano mayor, la administración, frente al Derecho. Pero los dos hermanos no están solos en su juego. Ambos tienen un padre, columna vertebral de nuestro Estado de Derecho: el principio de legalidad. Por este motivo, la gran batalla del Derecho Administrativo ha sido siempre la lucha contra la potestad normativa de la Administración Pública.
La ley, siendo en esencia la expresión de la voluntad general, garantiza que sólo en nombre de ésta la Administración Pública pueda exigir un determinado comportamiento al administrado. Si le damos la vuelta, el principio de legalidad ampara, a su vez, que todo ciudadano pueda oponerse a cualquier opresión que no provenga en nombre de la ley, legitimándole para someter a juicio a la Administración y exigirle una justificación de su comportamiento frente al Derecho. ¿Por qué se le atribuye, entonces, la potestad de dictar normas a la Administración Pública? Porque la Administración Pública es, en esencia, una organización creada para lo mediato: para el poder en su concreta, diaria y artesana aplicación. El poder legislativo, por el contrario, está por encima de lo concreto, siendo su finalidad la de definir el “orden justo”. Cada uno, como puede apreciarse, tiene su papel.
Los problemas y las peleas se desencadenan en esta poderosa familia, cuando uno de ellos cruza la frontera para jugar en territorio ajeno. ¿Puede acaso el superior jerárquico de nuestro poder judicial cambiar el sentido de una ley? ¿Deben los juzgados entrar a valorar el fondo en sí de una decisión adoptada por la Administración Pública, siendo ésta el ejercicio de una potestad discrecional y, en consecuencia, su elección entre varias alternativas igualmente justas? ¿Acaso debe regularse por Ley un problema mediato y circunstancial, que no sea, por ejemplo, “urgente y de extrema necesidad”? Como decía el profesor García de Enterría, la Ley es en sí misma “un puro pabellón formal que puede cobijar cualquier clase de mercancía”.
Cuando la ley carece de valores que la sustenten, cuando la Administración Pública asume este papel encomendado al poder legislativo o cuando los tribunales dejan de utilizar las armas con las que realmente cuentan para enjuiciar a sus dos parientes mayores, se pervierte nuestro ordenamiento jurídico.
Y, es que aquello que ha de sustentar con firmeza los tres poderes de nuestro Estado de Derecho no es el maremágnum mutable de nuestro ordenamiento jurídico, sino los valores y principios inmutables que le ha dado origen. Esos que, cuando faltan son los auténticos generadores de la inseguridad jurídica. Sin valores y principios desaparece la noción del Derecho como el arte de “lo bueno y lo justo”. Pero ese es ya otro debate. Por el momento, la batalla familiar continúa. Y, como alguien dijo una vez, la guerra será castigo tanto para el victorioso como para el vencido.
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